Dejé amarrado mi caballo de cartón, no sin antes darle un
beso en los morros que dejó impregnado en los míos la salivación más repugnante.
Era de cartón, pero no dejaba de ser un caballo. Era Enero, día de reyes, día
de paquetes envueltos en color e interior en blanco y negro. Día quinto de los
365 que adornaban la pared. Me dispuse a abrir todos y cada uno de los regalos,
fuesen o no fuesen míos. Los de mi tía Pepi, los de mis padres, los de mis
hermanos, los de la vecina y los de Obama. Menos el mío, mi caja permanecía
helada como las miradas de los presentes, como las miradas de Obama, la Pepi, mis
padres, mi vecina, mis hermanos, Bob Marley,...
Como en un film, se oscureció el plano y con un efecto
"vignette" se iluminó únicamente el regalo. Los espectadores cada vez
eran más, se sumó por la ventana el camarero de la taberna de la esquina y
llamaron a la puerta veintidós de los veintitrés jugadores del equipo de futbol
local. El regalo seguía intacto, conmigo frente a frente y con una música de
fondo que daba emoción al asunto.
De pronto alguien gritó "ábrelo ya cojones" y le
hice caso. Poco a poco, fui despegando los trozos de cinta que adherían el
papel con la caja. La expectación iba en aumento. Los tres reyes magos, que ya
andaban por Gibraltar, se dieron la vuelta para ver aquella tensa situación. Y
ahí estaba yo, cansado ya de tanta parafernalia, arrancando a tiras los restos
de papel, como se arranca la piel sintética de los amores antes de darle un
beso en los morros, de los que producen salivación dulce.
Desnuda la caja quise jugar limpio y me desnudé con ella.
Algunos se sorprendieron, otros se rieron, otros, sencillamente se tapaban los
ojos con la mano dejando entrever entre los huecos de sus dígitos el color de
sus pupilas.
Y ahí estábamos los dos, el día de reyes, desnudos y con
público. Al abrir la caja el hilo argumental y la música de fondo parecieron
desaparecer. Saqué de su interior una espada de madera y la contemplé como la
contemplaban los presentes. Los reyes magos salieron decepcionados, Obama
enterró a Marley y la vecina me criticó como siempre.
De pronto alguien gritó "vístete ya cojones" y le
hice caso. Y así me fui contento, con mi espada a la espalda y cabalgando por
las calles de mi barrio con mi caballo de cartón.
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