jueves, 14 de febrero de 2013

Se llamaba Primavera



Sentada en el banco, el de siempre, el que da la luna de día y el sol de noche, esperaba como todos los años  por estas fechas, con su pelo rubio y raíces torcidas, la voz unida a un cuerpo angelical. Se llamaba Primavera, y no recibió nada aquel día. Su 14 de Febrero y su flor de un día parecían un 19 de abril y una rosa en el desierto. No tenía nada. No hacía falta. El amor, tan fuerte tras tantos Inviernos juntos, era más importante que cualquier invento capitalista. La voz, su grave y tenue voz, se agarraba a mi pecho como una araña se agarra a su presa, con sigilo, suavemente y con violencia. Se llamaba Julieta y fue montesca su mañana. Su 14 de Febrero era un día más, uno de esos llenos de te quieros subliminales, besos con miradas y sonrisas impropias en desconocidos. Tenía todo y el amor, que de fuerte que era, se volvió hacia mi y me dio un bofetón. "Te quiero", me dijo y cantaron los pájaros y las flores del jardín. Los comercios se frotaban las manos y se besaron un par de alianzas de harina y miel. San Valentín no es para mi, ni para mis primaveras más fortuitas. Se llamaba Dama de noche y olía siempre a amor, como todos los años por estas fechas. Me esperaba sentada en el banco, el de siempre, el de todos los días, en el que nos demostramos amor y susurramos te quieros, sin necesidad eso sí, que nos vigilen las plañideras más consumistas.

viernes, 8 de febrero de 2013

Desaprender a llorar



En lo alto del cerro, a lo lejos, se divisan los cándidos paisajes convertidos en insignificantes miniaturas. No hay paz en el horizonte ni hay primaveras. Solo nubes negras que arropan la montaña con un manto oscuro empapado de escarcha. No hay paz en tus ojos ni hay búsquedas de colores. Solo párpados manchados de rimel que esconden en tus globos un manto oscuro empapado de lágrimas. El sol se esconde tras los montes y tu no ves más allá de la tormenta. Tus ojos, perdidos entre tanto aguacero y tanta melancolía, no encuentra la salida de este manantial de desesperanza. La vida, la agraciada y puta vida, deja caer en el cerro un saco de estiércol que te salpica en la cara. A lo lejos, no mucho más lejos, los niños sonríen, la felicidad sucumbe a los paisanos. La vida, la desgraciada y maravillosa vida, deja caer en los presentes un cesto de flores que les salpica en el corazón. Tú no los ves, solo los escuchas. A lo lejos, pero no tan lejos. Tú no los ves, pero tampoco quieres verlo. La oferta de flores es mayor que la demanda. Existe excedente de felicidad. Pero tú no lo ves, no quieres tenerla. Estás en el cerro cómoda, triste pero confortable. Piensas que la felicidad solo les pertenece a ellos porque les ha tocado. Pero la vida, la sabia y puta vida, deja caer las flores siempre en el mismo sitio. Antes que existiera la civilización, ya llovía en nuestros pantanos. A lo lejos, no mucho más lejos, la gente ríen sin parar. Han venido de lejos, mucho más lejos, para lograr la felicidad. Abandonaron sus cerros, montes y oréganos. Recogieron algo de estiércol, lo guardaron en sacos, y se marcharon en busca de la lejanía. Aquella colorida lejanía que le regalaba flores. Los felices, con el estiércol que les dio la vida y las flores que recogieron, siguieron plantando alegría en más lugares.
Mientras tanto, tú, dormida o despierta, escuchas llover y no sabes si reir o llorar. En otro cerro, en otro monte, a lo lejos, pero no muy lejos, te estoy esperando para que olvidemos de qué color es tu rimel o cómo leches se desaprende a llorar.

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