La última vez que contempló el mar, Gabriel, apenas había
rozado los 80. Tenía nevada la cabellera y andaba como si Borbón fuera su
casta. Durante los escasos siete años que duró su niñez, vivió rodeado de
redes, barcas y gaviotas, mas cuando alcanzó su mayoría de edad, los recién
cumplidos ocho años, edad que le obligaba a trabajar para ayudar a su familia a
seguir adelante, la migración y la recolecta del algodón le separó del salitre
y la marejadilla.
Con los pies clavados en la mezcolanza de la arena y la mar,
Gabriel se recogió los pantalones hasta las rodillas y no se atrevió a dar más
pasos. Cada ola salpicaba más alto y su remedio de arremangamiento de pantalones
cada vez servía de menos.
Gabriel acarició el Atlántico y el océano le regalaba un
vals. Como el hijo pródigo que vuelve tras décadas de separatismo sentimental,
la simbiosis tardó en llegar lo que tarda una miga de pan en un parque lleno de
palomas. Como los niños que fueron, la mar y Gabriel jugaron hasta el
atardecer, cada vez más mojado, con el agua cada vez más cerca del corazón.
Besó el agua y se volvió para la arena. Colocó nuevamente
los pantalones como llegaron y volvió a calzarse las sandalias que trajo a la
playa. Con un "adiós" en la mirada de Gabriel y una ola que rompió
con más fuerza que nunca se separaron para siempre. Gabriel y la mar, un idilio
que duró siete años y seis horas, un idilio que duró toda una vida.