martes, 30 de octubre de 2012

SUSPIROS


El suspiro se escuchó desde la escalera, desde el rellano de tres manzanas, desde la epifanía de las ánimas danzantes. El suspiro se escuchó, y bien lo sabe dios, hasta en los oídos sordos de los creyentes desbaratados, en los lázaros inmóviles y en las hostias consagradas. Un suspiro profundo, quebrante y atronador, de color azul o magenta y que llevaba en el bolsillo una desesperanza, un calvario. El suspiro, que no es invierno ni es verano, que alicata la tristeza de cuantos pudieron escucharlo, no fue un suspiro cualquiera. Fue, una tragicomedia.
Yo lo escuché desde la taza del escusado, con mi teléfono en mis manos y con la vergüenza al aire. Lo escuché, y bien puedo afirmar, que era un suspiro roto, descocido y hecho un siete. No puedo garantizar si era hombre o si era mujer. Solo puedo garantizar que la tristeza era equivalente a cien mil finales de novelas, o lo que es lo mismo, trescientos cincuenta y nueve poemas de César Vallejo.
Me levanté de mi trono y fui directo a la ventana, aún con mis vergüenzas desvestidas. Me quedé mirando la calle, el silencio y suspirando por aquel suspiro que me hizo levantarme como Lázaro de su madriguera.

miércoles, 24 de octubre de 2012

(2ª parte) Dos estilos, un mismo motivo



El color de la pantalla era amarillento, confuso y quizás tierno. Su rostro, el que soñamos, parecía guiñarnos los ojos y en sus bostezos emulaba más a su padre. Todos babeamos y aún no la hemos visto. Para los abuelos, su primera nieta, para su tío, un orgullo.
La vida en ocasiones nos ponen migas de pan, de chocolate y un dulzor instantáneo en el paladar que queremos tener lo más pronto posible. No es forzar, es desear. No es querer soñar, es estar soñando.
Mientras espero, hago melodías con los dedos en la mesa y desafino sesenta y seis nanas. Prepárate Marta que te espera mi desafino.

martes, 9 de octubre de 2012

Vivencias de un sombrero triste que me hacía recordar

Dejé el sombrero viejo encima del sillón y comencé a extrañarla. Lo hacía porque quería hacerlo ya que sabía de sobra que despegarme de aquel sombrero gris me traía a la cabeza los recuerdos de aquel amor. Solamente en mi testa podía caminar por los parques sin acordarme de ella. Con el sombrero puesto podía nadar a gusto, ver películas, chatear con mujeres, tirarle piedras a las farolas encendidas. Con el sombrero en mi cabeza podía incluso vivir. Pero la vida con condiciones solo es un pedazo de vida. Quería vivir la vida en su plenitud, con sus consecuencias. Quería, en definitivas cuentas, acordarme de ella. Porque hacía solo dos meses que mi sombrero gris, roto por algunas partes, hacía su función. Me acordaba de ella en los mares, en los cines, frente a mi pantalla de ordenador, junto a las farolas. Era colocármelo y ser feliz. Feliz como un niño que se despide de su maestra en las vacaciones. Normalmente incluso dormía con el sombrero ya que las sombras solían bañarme de penumbra en la noche, cuando cerraba los ojos. Era mi sombrero de la esperanza y mis labios con ángulos hacia arriba. Pero hoy quería recordarla y por eso dejé el sombrero en el sillón, en el mismo sillón desde que la vi pegar el portazo dejándome con cara de tonto y con un Marlboro entre los dientes.

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