miércoles, 16 de noviembre de 2011

SOLEDAD



El día de su entierro no hubo nadie que le acompañara. Ni plañideras ni pañuelos de seda moqueados. El día de su entierro era Martes y al día siguiente fue fin de semana. Nadie en el pueblo podía hablar de ella porque nadie la conocía. Solo sabían su nombre y a veces su color de pelo. Se llamaba Soledad, y vivía en la única casa que no existía el ruido. Se llamaba Soledad, como si su madre supiese de antemano cual sería su destino.
Llevaba 20 años en el pueblo y llegó con solo 17. Cuando vino, lo hizo con un hombre veinte años mayor que ella, de tez morena, brazos picados, como si se le fuese a ir la vida por cada uno de esos agujeros. Ella guapa, muy bonita, como la esperanza más con el tiempo se le escapó su hermosura y toda la esperanza que le quedaba. Se hospedaron en aquella casa vacía, a la que nadie nunca llegó a reclamar. Sin muebles, sin corromper su corazón por la inexistencia de TV. Los inviernos eran fríos, solo calentados por la candela que se hacía en aquel latón gigante que daba luz a la habitación cuando los funcionarios del ayuntamiento devolvían a la normalidad aquel puesto de luz adulterado para recibir electricidad sin pagar nada.
Poco tiempo vivió su compañero. Murió a los tres años. Su nombre nadie lo sabía pero en el pueblo, cada vez que hablaban de él lo hacían, sin faltar, como "aquel yonki de mierda"
Y a partir de ahí, diecisiete años en soledad, como su propio nombre indica. Diecisiete años interminables con mucha más sombra que luces, con frío, hambre, pero que nunca faltaba un pico en la mesa. No me preguntéis como lo conseguía pues en el pueblo nunca ha protagonizado más escándalo que el de su mera presencia. La mesa, como cualquier mesa, era un caos. Cucharas, platos, polvo, mucho polvo, chustas de cigarros contadas por miles, un rollo de papel de aluminio del chino, un mechero, un par de jeringuillas y un rulo.
Cuando pasó un par de días, quizás veinte, y al echar en falta aquel zombi viviente tropezando por las calles, la policía, más corcuera que nunca, invadió su cementerio particular que era aquella casa okupa y la encontró muerta. Nunca se supo como murió, aunque se rumoreaba como pudo haber sido. Murió en la más absoluta soledad, como en la inexistente muchedumbre de su entierro, como su puto nombre.

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