jueves, 24 de noviembre de 2011

El país de las maravillas




El conejo llegaba tarde y ella se escondió tras el espejo. Se arrodilló y echó a llorar, dos ríos por lo menos. Lo primero que se me ocurrió es que lloraba tras caer por la madriguera, pero no, no lloraba por eso. Si apenas se había hecho daño. Alicia lloró porque tenía que llorar. Porque le tocaba y porque así estaba escrito. Y se ahogó en un mar de lágrimas extenso, tan extenso como su melena, y tan abril como la primavera. Y siguió llorando y llorando, tanto que se agarró a la rama de aquel sucio olivo, hasta la copa, hasta que la rama bien podía llamarse cordón. El océano de lágrimas cada vez era más grande y el cielo cada vez estaba más cerca. El conejo corría, el reloj se paraba y el huevo hacía una tortilla. Pero Alicia no paraba de llorar. El frío solidificó el mar y los convirtió en oro. Ella bajó lentamente, como pudo, con un pañuelo en el escote. Todos parecían felices menos ella. Todos los cuerpos parecían bailar menos el suyo. Una tortuga tocando el acordeón, una baraja de cartas sin reyes, cadenetas de felicidad. La fiesta estaba asegurada pero Alicia volvió a esconderse tras el espejo. No disfrutaba la felicidad y se atoraba en la desesperanza. Quizás porque cegó su vista y se empeñó en no disfrutar aquel mundo de maravillas.

2 comentarios:

SeBaS dijo...

¿que te fumas Iván para escribir estas cosas?

Iván Domínguez dijo...

jajaja alguién q lo lee!!!!

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