"Deja de tocar el puto piano que no son horas de hacer
música". La voz que escuchaba era interior, como un patio de colegio de la
posguerra o un vacío intrínseco y perdido, agotador que se desvanece con solo mirarnos
a nosotros mismos. No paré, seguí tocando el Preludio de Bach como si nada
importara, como si no hubiera vecinos bajo mis pies o voces en mi cabeza. Las
blancas y las negras se iban mezclando desde los sonidos más agudos a los más
graves, como se iba mezclando mi racionalidad con aquella voz que me exigía que
me detuviese, que ya no solo molestaba a los vecinos sino a media Manhattan.
Iba enlazando el final del preludio con un nuevo principio.
Daba igual que la melódica música que salía de mis dedos durara dos minutos,
que yo lo multiplicaba por centenares, en un bucle sin fin y temeroso de
recibir sepultura. Una vez más me repetía, a mí mismo, que no me callen ni en
la calle ni en mi propia casa.
La voz me gritaba y parecía hacerlo a coro con el arpegio
musical que me mantenía en órbita. Durante nueve minutos seguí tocando y
tocando y tocando y cada vez más parecido a Bach, cada vez menos parecido a mí
mismo. Al décimo sonó la puerta fuertemente coincidiendo con el final de la
enésima reproducción. Me dirigí a la puerta con la música, en lugar de la voz,
todavía en mi interior. Me miré en el espejo, me peiné, miré por la mirilla
pero no había nadie. Abrí con sigilo la puerta y miré a ambos lados.
Un siseo me pedía que mirase hacia al suelo. Allí, un sobre
lacrado me invitaba a cogerlo. Me sorprendió su interior:
"Por
el amor de dios, ya que no me escuchas, lo haré por escrito. Lo haces de puta
pena"
Firmado:
tu voz interior.
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