domingo, 11 de abril de 2010

No se puede vivir con un franco




Lo último que hice fue montarme en el vagón del tren que me llevaría a la realidad. A la rutina más rutinaria y a la nostalgia ya áspera como la piel de un melocotón. Atrás dejaba tu sonrisa y tus lágrimas de papel, tu espejo de la vida de ayer fotocopiado en el hoy.
Primeramente lo mandarín colapsó nuestros estómagos y tu vientre se hinchó como siempre lo había hecho. Sonaban panderetas en nuestros bolsillos y pagamos la cuenta. No dió tiempo de mucho más cuando planeamos nuestra escapada al mar, a la arena y concha que fue nuestro suelo y desear un sol menos puñetero. Antes de eso,y de los besos, regresamos a la posguerra. A los azules incoherentes, al circo de la época, a los pájaros de papel

Aquí fue donde saltaron tus lágrimas y el aplauso más sincero.
Llegaron nuestros besos y abrazos, y nuestras cicatrices menos abiertas, más perdonadas. El silencio de las calles se fundía con tu andar más correcto y más castizo.
A la mañana siguiente, y tras despegar los párpados como podíamos alzamos las velas y atracamos en el mar, en un mar diferente al que siempre visitamos. Tan lleno de vacío y tan amarillo. Las nubes enfriaban tus momentos más cálidos y en la sombra provocada aún había hueco para tus quejas. -"¡Qué se vaya!"- te oí cantar; -"¡Qué se vayan!" - te oí repetir; -"¡Te quiero!" - me inventé.

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