Le dejó con la piedra en la boca, en la suya, acariciando sus dientes con duras rocas de salón. Hizo una mueca de acritud, como de limón amargo y cerró la ventana con fuerza, como si así impidiese más entrar al viento. Al otro lado, los coches, las demás ventanas, los otoños, y él. Se quedó como un árbol perenne ante el cenizo de cristal que ponía fin a todos sus pasos con ella, el mismo lugar donde desvirgó sus ósculos y desde donde divisaban astros poéticos en el cielo. Fue fuerte, no derramó ninguna lágrima. Ella tampoco. De repente volvió a abrir la ventana. Los nervios, los más nerviosos de Octubre, recorrieron todo su cuerpo. Le tiró una piedra y un jersey junto a una nota de papel. "Esto es tuyo"
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